
Sabía escribir, pero no quería. Siempre pensó que era muy difícil: para los demás (¿quiénes? ¿dónde? ¿y qué decir?), y para uno mismo (¿cómo? ¿dolería?).
Volcarse en un papel era la única forma de depresión que conocía. Sólo la angustia creaba belleza. Todo lo demás era superfluo, mera burocracia de una felicidad que no se podía transmitir con las palabras. Cómo iba a saber nadie del pálpito profundo, visceral de una alegría que sólo vive el que la siente.
La tristeza era otra cosa. Ahí el lenguaje se había ensañado, dando forma a todo tipo de nostalgias, vacíos, soledades, remordimientos, frustraciones, desengaños... Todo un catálogo de estados del alma que herían sobre el papel.
Esa tinta, a veces hecha de sangre, manchaba.
Por eso no escribía. Porque cada línea era un llanto, cada coma una lágrima.
Y porque a veces, a menudo, era feliz.
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Mrpan -
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maría -
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